La Tierra cada vez se parece más a Arrakis. Ese desierto de arena,
aparentemente inhabitable, dominado por la “especia” que imaginó
Frank Herbert en su novela
Dune. El año que ha terminado va camino de ser el más cálido desde que se tienen registros, allá por 1880.
El Ártico se deshiela y el desierto pide paso.
Este es el intranquilizador presente. Sin embargo, el futuro al que nos
dirigimos —si no se recortan las emisiones de dióxido de carbono— es
aún peor. El Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC),
un grupo de científicos coordinado por la ONU,
aventura el paisaje. Sequías, tormentas tropicales (consecuencia del
aumento del nivel de los océanos), extinción de especies en la tierra y
el mar. Esto sucederá en la naturaleza. Mientras, en la sociedad,
aumentará la violencia y los conflictos impulsados por más pobreza y
recurrentes crisis económicas.
De ser esto grave, lo que tal vez exige una revisión de la condición
humana es encontrarse con empresas y personas que hagan negocio bajo
estas condiciones. Según algunos analistas, como Ignasi Carreras,
profesor de Esade, no deja de ser una adaptación “al mayor reto, junto
con la desigualdad, que afrontará el ser humano en las próximas
décadas”. Otros quizá vean la habilidad de los grandes grupos de interés
de las industrias más contaminantes para transformar la catástrofe en
un activo financiero y al dinero en la nueva “especia” del mundo.
Lejos de miradas morales, muchos se preparan para ganar (energías
renovables, tratamiento de aguas, acaparadores de tierras, industria
militar, semillas genéticamente modificadas, aseguradoras, redes
eléctricas inteligentes,
fracking)
y pocos para perder (minería del carbón y, con bastantes matices,
constructoras, petroleras y refino). Aunque en realidad, con este
proceso cuyo freno está en manos sobre todo de los Gobiernos de los
países industrializados y emergentes, perdemos todos. “No es un juego de
suma cero”, advierte Gonzalo Escribano,
investigador de Energía y Cambio Climático del Real Instituto Elcano.
Un aumento de 2,5 grados centígrados de la temperatura en comparación a
los niveles preindustriales supone una merma —acorde con los cálculos
del IPCC— de entre el 0,2% y el 2% de la riqueza del planeta. Eso sí,
según Escribano, “en la Unión Europea no se perderá empleo”. Al
contrario. Hasta un 2% procederá de la respuesta de las empresas al
calentamiento global. Triste consuelo dirán algunos.
Pese a todo, hay quienes esperan prosperar en el desconcierto. John
Dickerson es un antiguo analista de la CIA. Pero también es el fundador
del fondo de alto riesgo, con sede en San Diego (Estados Unidos), Summit
Global Management, que ha invertido en varios embalses con millones de
metros cúbicos de agua a lo largo de la cuenca del río Colorado. En 1999
lanzó su primer fondo de agua y la forma de asumir su actividad la
resume una cita de Benjamin Franklin con la que arranca su web: “Cuando
el pozo se seca, entendemos el valor del agua”.
Ese vital elemento se ha convertido en la piedra de Rosetta para
desentrañar cómo se genera negocio en torno al clima. Israel
Desalination Enterprise ha creado una máquina que lanza 990 metros
cúbicos de nieve al día para esquiar allí donde haga falta. Otro
enfoque, lejos de las montañas, es el de la ingeniería holandesa
Arcadis, que está especializada en la construcción de diques. El día que
el huracán Sandy golpeó Nueva York subió el 6% en Bolsa. El mercado entendió que la ciudad era un cliente potencial.
Un antiguo analista de la CIA creó un fondo que invierte en embalses
Sobre esa mirada muchos analistas sostienen que el agua se convertirá
en el petróleo del siglo XXI. De hecho, hay en el mundo 300.000
empresas tratando de ganar dinero (suman 500.000 millones de dólares en
ventas) con ella. Son los datos de Patricia Arriaga, subdirectora
general en España de la gestora Pictet. Su relato de quienes hacen caja
es la respuesta a esa sensación de que “algunos riesgos se están
materializando”, observa la experta. “Hay menos agua disponible, empeora
su calidad y esto también podría suponer una menor generación de
energía”. En este borroso paisaje actúan, entre otras, Clean Harbors,
Veolia, Suez, Aqua America, Sulzer, Flowserver, Waste Connection, Tetra
Tech, Ecolab o Alfa Laval. Empresas que, por ejemplo, convierten el agua
del mar en potable o que reciclan la ya utilizada. También navegan a
favor las compañías que son propietarias de bosques madereros o que
poseen un acceso privilegiado a ellos. Aquí, entre otros, tres nombres:
Plum Creek, Weyerhaeuser (ambas estadounidenses) y Western Forest
Product (Canadá). Por cierto, “
el sector forestal está ahora muy tapado con la crisis, pero tiene grandes posibilidades”, refrenda Alejandro Molins, profesor de Esic.
Consciente de los cambios que llegan, el coloso químico Bayer ha
creado una nueva generación de mosquiteras (LifeNet) que responde en
buena medida a la proliferación de este insecto como consecuencia del
calentamiento global. Eso sí, que nadie piense que la empresa germana es
un verso suelto.
En California, los incendios
cada vez son más comunes y prospera un nuevo negocio: los bomberos
privados. Un servicio que cuesta más de 10.000 dólares al año y que solo
se lo pueden permitir los hogares más pudientes.
“El sector forestal tiene grandes posibilidades”, dice un profesor de Esic
Desde luego, no hay nada recriminable en desalinizar el agua, vender
mosquiteras, comercializar nieve artificial o contratar una empresa
privada de bomberos siempre y cuando no se pierda de vista cómo y por
qué se ha llegado ahí. Naomi Klein, de 44 años, periodista y autora del
famoso
No logo: el poder de las marcas, escribe en
This Changes Everything: Capitalism vs. the Climate Change:
“Cualquier intento de enfrentar el desafío del cambio climático será
inútil si no se entiende como parte de una batalla mundial superior.
Nuestro sistema económico y la concepción de nuestro planeta están en
guerra”.
La batalla de los "lobbies"
“Todavía hay muchas grandes compañías y asociaciones empresariales
que presionan en contra de las políticas frente al cambio climático.
Esto se puede parar, tiene que parar y necesitamos trabajar juntos para
asegurarnos que se detendrá”. Estas palabras, entre la preocupación y la
esperanza, llegan de Paul Dickinson, presidente de Carbon Disclosure
Project (CDP), un sistema a través del cual miles de empresas de todo el
mundo informan sobre sus emisiones de gases de efecto invernadero. Nos
jugamos mucho en el empeño. El calentamiento “es el mayor riesgo que
existe en la economía actual”, advierte Henry Paulson, antiguo
secretario del Tesoro de Estados Unidos.
Sin embargo, junto a la batalla económica se libra la geopolítica.
Veamos los hechos. La Comisión Europea se ha comprometido a rebajar sus
emisiones de gases un 40% de aquí a 2030 respecto a los niveles de 1990.
Un objetivo ambicioso que, pese a todo, “es posible conseguir”,
sostiene David Reiner, director asistente del Energy Policy Research
Group de la Universidad de Cambridge. Eso sí, resultará más complicado
que lograr el propósito intermedio de reducir un 20% la contaminación
hasta 2020. Al menos sí tenemos en cuenta el pasado.
La rebaja general de emisiones entre 1990 y 2000 se debió sobre todo
al empuje del gas en Reino Unido, al cierre de explotaciones de carbón y
a los miles de millones que se destinaron a “limpiar” —tras la
reunificación germana— la industria de la antigua Alemania del Este.
Luego llegó 2008 y el frenazo industrial ayudó sin pretenderlo a limitar
la contaminación. Pero ¿y ahora? En teoría, el coste de pasar de
recortar el 20% en 2020 al 40% durante 2030 debería suponer “menos de un
adicional 0,7% de la actividad económica” de la Unión Europea, calcula
Brigitte Knopf, responsable de Estrategias de Energía del Instituto
Potsdam para la Investigación del Impacto Climático (Alemania). Ahora
bien, “¿estará dispuesta Alemania a cerrar sus nuevas plantas de carbón?
¿Seguirán abiertas sus instalaciones nucleares? Mientras nos
preocupamos tanto de la competitividad, ¿consentirá Europa una subida
unilateral de los precios de los combustibles fósiles a pesar de que no
lo hagan sus principales competidores en Estados Unidos y China? Es más.
¿Querrá Polonia quemar gas ruso antes que carbón nacional?”. Todas
estas cuestiones se las plantea David Reiner. Desde luego parece difícil
que los políticos adopten medidas impopulares. De momento, el CDP está
concluyendo en España un acuerdo con el Ministerio de Agricultura para
impulsar y medir la cantidad y la calidad de la información que las
compañías españolas ofrecen en materia de cambio climático a sus grupos
de interés. Son (algunos) pasos.
En esta pelea no declarada algunos ya sitúan sus soldados. La
agroindustria y las semillas genéticamente modificadas ocupan parte del
debate. Monsanto, Bayer y Basf son capaces de desarrollar simientes que
arraiguen en el nuevo entorno. Para algunos una ayuda (“los cultivos
biotecnológicos son la tecnología de cultivo de más rápida adopción en
la historia reciente”,
incide Carlos Vicente Alberto, de Monsanto);
para los medioambientalistas, un problema. “Si el mundo no hace nada
para detener el cambio climático y empeora, esas compañías se
beneficiarán del calentamiento global”, advierte Devlin Kuyek,
investigador de la ONG Grain. Y lo justifica: “Están creando semillas
alteradas genéticamente y quieren controlar el monopolio de la
información, tanto genética como climatológica [se refiere a la
adquisición el año pasado por Monsanto de la firma Climate Corporation,
especializada en análisis del clima]. Unos datos por los que pagarán los
grandes latifundistas”. ¿Qué será, entonces, de los pequeños
agricultores que no puedan pagar esta “nueva” meteorología?
Entra en este momento en escena el relato de la agroindustria.
Imposible obviarlo en la alteración del clima. “El sector agrícola es
uno de los más afectados desde el momento en el que el tiempo se
convierte en menos predecible y las sequías y las inundaciones pueden
tener efectos devastadores sobre la calidad y la cantidad de las
cosechas”, describe Jens Peers, analista de la gestora Mirova. La tierra
y su alimentación peligran. “La agricultura comercial fue responsable
del 71% de la deforestación tropical en los últimos 12 meses. Esto
representa 130 millones de hectáreas de bosques. De hecho, esta pérdida
ha contribuido a alrededor de un 15% de las emisiones de gases de efecto
invernadero, más que todo el sector del transporte. Estos son los
incómodos hechos”. Esta declaración sorprendió mucho durante
la última cumbre del cambio climático en Lima (Perú).
Sobre todo porque la lanzó Paul Polman, consejero delegado de la firma
anglo-holandesa Unilever, la segunda mayor compañía del mundo de bienes
de consumo.
Polman, quien sostiene un sincero compromiso ambiental en todas sus
intervenciones, es consciente de que resulta imposible afrontar el
calentamiento del planeta si antes no se cambia la forma en la que se
cultiva la tierra. Esa aceptación es a la vez
el camino para comenzar a solucionarlo.
Gustavo Duch, experto en soberanía alimentaria, crea una vívida foto de
este desafío. Mirémosla. “La alimentación capitalista hay que
imaginarla como un circuito de fórmula 1. La salida son los bosques y
selvas que han sido talados para dejar un hueco infinito a los
monocultivos. A lomos de maquinaria adicta al petróleo se rocía a esta
tierra con más crudo en forma de fertilizantes químicos. Las cosechas se
empaquetan en envases de petróleo y viajan miles de kilómetros. Y los
tubos de escape no descansan. Es un circuito responsable de al menos el
50% de todas las emisiones de que calientan el planeta. ¿Y quién conduce
los Ferrari? Unas pocas, pero gigantescas, corporaciones que ahora se
presentan como héroes anti cambio climático. Lo que hay que cambiar es
de circuito; dejarlas sin pistas donde echar humo”.
En este mundo en movimiento, también las grandes reaseguradoras
juegan sus bazas cubriendo un hipotético Armagedón. Sequías en África,
huracanes, pérdida de cosechas, inundaciones en localidades costeras o
empresas que superan los límites permitidos de emisiones. Todos son
posibles “clientes” que pagarán primas cada vez más elevadas ante el
creciente riesgo. En este espacio operan, entre otras, Lloyd’s, Swiss Re
y Liberty Mutual. Incluso el multimillonario
Warren Buffett
ha encontrado un lugar propio. No en vano es dueño de la aseguradora
General Reinsurance. Y no piensen que le asusta el futuro. Al contrario.
“Me encantan las predicciones apocalípticas porque seguramente afectan a
las tasas e incrementan las primas”, contó en la cadena de televisión
CNBC. “La verdad es que suscribir seguros que cubren huracanes en
Estados Unidos ha sido muy rentable en los últimos cinco o seis años”.
Otro peso pesado del negocio, la británica Lloyd’s,
niega la mayor. Explica, a través de un correo electrónico, que “las
aseguradoras desempeñan un papel importante a la hora de reducir el
impacto en el cambio climático”, y apunta hacia la necesidad de una
“mayor coordinación con otros sectores, como la construcción”.
Cambiar la forma de cultivar es clave para luchar contra el efecto invernadero
Porque el ladrillo vivirá una paradoja, con el calentamiento de la
Tierra le va bien y mal. Pierde como todas las empresas intensivas en
energía y gana como todas las que son capaces de adaptarse a la nueva
situación. “El incremento de la temperatura supone un cambio en las
técnicas de construcción de las viviendas”, avanza Luis Corral,
consejero delegado de Foro Consultores. “Harán falta mejores materiales
aislantes y una edificación sostenible”. En este paisaje debería
prosperar el negocio de la rehabilitación energética de edificios, donde
Peter Sweatman, fundador de la consultora Climate Strategy, estima que
existe “margen para crear 150.000 empleos directos en España, que
podrían triplicarse sí sumamos los indirectos”. Todo ello impulsado por
ayudas y políticas europeas y nacionales.
Ahora bien, si hay una actividad que atrae subvenciones en Europa es,
sin duda, la tecnología. Algunos emprendedores encontrarán en el cambio
climático un ecosistema donde proponer ideas, sobre todo en el llamado
Internet de las cosas. Porque se puede aplicar para “reducir las
pérdidas que se generan en muchos entornos y, a la vez, abaratar
costes”, comenta el
business angel Rodolfo Carpintier. Por
ejemplo, se podrían diseñar aplicaciones que gestionen a distancia redes
eléctricas inteligentes. El secreto para acertar —recomienda Ignasi
Carreras, de Esade— es que los “procesos sean responsables. O sea, se
fabrique con mentalidad verde. Pero el resultado debe ser un producto
atractivo”. Al menos con la primera mitad de la ecuación cumplida,
General Motors ha conseguido ahorrar 287 millones de dólares rediseñando
sus rutas e interconectando el transporte de carreteras con el
ferrocarril.
Bomberos privados han surgido ante los muchos incendios en California
Pero son pocas propuestas las que tienen ese aire de Arcadia. El informe
Risky Business 2013
(que analiza el impacto económico de la alteración del clima en Estados
Unidos) advierte de que el aumento de la temperatura incide en las
actividades criminales, sobre todo en los actos violentos. El trabajo
asegura que hasta final de siglo aumentarán esas situaciones,
especialmente en las áreas urbanas. De la amenaza se beneficia la
seguridad privada y la industria de defensa. Aunque también inquieta a
algunos de los principales actores de ese mundo. “El Pentágono está
bastante preocupado con el cambio climático ya que es un elemento
desestabilizador y hará su trabajo más difícil”, matiza Bill McKibben,
conocido medioambientalista estadounidense.
Esa derivada geoestratégica también sostiene al fondo Danish Climate
Investment Fund. Impulsado por el Gobierno danés, invierte en negocios
relacionados con el clima en países en vías en desarrollo, y con esta
propuesta verde prevé levantar 100.000 millones de dólares al año a
partir de 2020. Una perspectiva ambiciosa para una época que flirtea con
el desastre. Tanto es así que algunos, incluso, ya notan la arena
caliente de Arrakis bajo los pies.
La primera independencia impulsada por el calor
Groenlandia puede convertirse en el primer país en la historia que se
independiza gracias al cambio climático. El deshielo en el Ártico está
abriendo la posibilidad de explotar con más facilidad sus recursos
minerales (uranio, gemas y tierras raras) y fósiles. Con ellos podría
llegar la independencia económica necesaria para despedirse de la
soberanía danesa. En 2008 la isla aprobó —con el 75% de los votos a
favor— un estatuto de autonomía que admite su derecho a la
autodeterminación y el control de la riqueza de su subsuelo. En
diciembre pasado, la firma canadiense True North Gems ponía en marcha en
la localidad de Aappaluttoq la primera mina de rubíes de la isla. El
proceso es difícil, pero no descartable.
También en las tierras del Ártico, la subida de las temperaturas
facilitará el trabajo de Repsol, que tiene 396 bloques de exploración en
Alaska, sobre todo en la costa norte del territorio estadounidense
(232). “Un área especialmente prometedora para la empresa, que ya ha
demostrado ser rica en crudo”, describe la memoria de la compañía de
2013. Con tanto en juego, parece lógico preguntarse si las grandes
corporaciones petroleras no habrán transformado el calentamiento del
planeta en un plan de negocio. Así lo cree Bill McKibben, reputado
medioambientalista estadounidense. “La industria de los combustibles
fósiles es la que está ganando ahora todo el dinero y quiere que siga
siendo de esa forma, de ahí que tengamos los obvios problemas de
ajuste”. Y remata: “Resulta difícil romper su poder”.
Paradójicamente, en la fractura medra el disputado fracking.
Ángel y demonio. Su forma de extracción consume una elevada cantidad de
agua y cada vez resulta más difícil sostener que sea un puente hacia
las energías renovables. Aunque siempre existen voces discordantes.
Bjorn Lomborg —autor del contestado (la revista Nature publicó en 2001 una dura crítica del libro) El ecologista escéptico— relata que el fracking
y la transición del carbón al gas en Estados Unidos “ha reducido más
las emisiones que toda la energía solar y eólica del mundo”. Aunque como
reconoce el propio Lomborg: “El gas todavía es un combustible fósil y a
largo plazo necesitamos propuestas incluso más limpias”. A la búsqueda
de una solución perfecta, que se retrasa, pervive un mar social de fondo
del que avisa The New York Times en un artículo reciente. “El
movimiento por la justicia global del clima se está extendiendo. Desde
mediados de los noventa, las protestas medioambientales han crecido un
29% al año en China. Cientos de ciudades alemanas han votado a favor de
recuperar sus redes eléctricas de las grandes corporaciones. Y, además,
dos tercios de los británicos quieren renacionalizar la energía y el
ferrocarril”. En el fondo, tal vez la periodista Naomi Klein acierta en
su libro This Changes Everything: Capitalism vs. the Climate Change
cuando sostiene que el calentamiento de la Tierra es el mejor argumento
que nunca ha tenido la izquierda para promover una transformación
social. Los tiempos, como el clima, están cambiando.